lunes, 24 de noviembre de 2014

Un virus como el narcotráfico

Como si se tratase de una guerra mundial, la lucha de los gobiernos de América Latina contra el narcotráfico es un hecho que ha marcado una huella imborrable en la historia de los países durante los dos últimos siglos, y que ha traído en su tránsito un caudal de sangre que podría sobrepasar el plano demográfico de Estados Unidos.

El mercado de drogas, por su condición de prohibida, es una enfermedad silenciosa que ha alcanzado límites mayores a los del ébola y cercanos a los de guerras como las de Vietnam y el Golfo Pérsico. Asimismo, en los últimos diez años su actividad ha logrado concentrarse en 22 países del mundo, de los cuales el 75 por ciento son del continente americano, según el último Informe Anual Antidrogas del gobierno de Estados Unidos.

El efecto dominó en cifras de violencia e inseguridad que ha producido este negocio son irritantes y desbordantes, alcanzando puntos álgidos en naciones como Colombia y México, y consigo trayendo cambios para la agenda pública de varios mandatarios. En el caso del país azteca, a partir del 2006 con mayor presencia de la Fuerza Pública, luego de la celeridad que promulgó el gobierno de Felipe Calderón para contraatacar a los principales carteles que circulaban –circulan- por el territorio.

Como Colombia en los años 80 y 90, México desde la fecha ha presenciado el horror de grupos como el Cartel de Sinaloa, el Cartel del Golfo, el Cartel de Juárez, Los Zetas y la Familia Michoacana, hoy disuelta y convertida en varias comunidades de autodefensas como es el caso de Los Caballeros Templarios y Los Guerreros Unidos, que ejercen presión sobre la población civil a través de actividades delincuenciales. Entre estas el homicidio, el secuestro y la extorsión.

Según un informe del canal Russia Today (RT por su sigla), cerca de 85 mil son las víctimas que ha dejado este enfrentamiento bélico desde la entrada de la programática “Estrategia Nacional de Seguridad” de Calderón. Sin embargo, la problemática del narcotráfico se propagó a las oficinas de las ramas del poder público, pues el bolsillo de políticos y jueces empezó a tambalear ante la insistencia de los carteles de la droga en su ambición por expandir sus redes de influencia.

Así pues, el narcotráfico está definido en inseguridad, violencia y corrupción, conceptos no lejanos a la también ajetreada realidad colombiana, que en sus años gloriosos de la lucha contra los carteles de Medellín, Cali, La Costa y el Norte del Valle  alcanzó el panorama oscuro que hoy día se toma las calles de México, en lugares como Michoacán o Iguala.

Las de Colombia y México son dos historias de país similares, unidas por un asesino en común. Lo que en uno corresponde a Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y los Rodríguez Orejuela, en otro se traduce a Joaquín “El Chapo” Guzmán, Heriberto Lazcano y los Beltrán  Leyva. Son el uno para el otro, puro amor eterno.

Aunque Colombia, desde Turbay Ayala hasta la fecha, ha emprendido una lucha constante contra el mercado de drogas, el problema aún no termina. Los carteles se desintegraron, pero aún sobreviven restos de esta plaga, muchas con el status de banda criminal. Sin embargo, su acción delincuencial no sobrepasa la situación de seguridad pública que vive hoy, en contraste, México.

En la actualidad, el país azteca intensifica sus ataques al narcotráfico y a los principales carteles que incentivan este negocio. No obstante, esta lucha le ha jugado doble al país, pues aunque las Fuerzas Armadas han logrado darle de baja a varias cabezas de las organizaciones criminales, el nacimiento de nuevos movimientos y líderes delincuenciales no se hace esperar. La violencia sigue siendo rentable.


El virus del narcotráfico se propaga y el pueblo víctima se resiste a aceptarlo. En Colombia o en México hay muerte, hay balas, hay crimen. Las heridas están abiertas y aunque hayan pasado los años la sangre no para de derramarse.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Lógica de la vida moderna


JOHANNY RODRÍGUEZ

Odio la ignorancia. Es tan atrevida que creo Descartes no se equivocó en decir que el verbo pensar es el punto de nuestra existencia. Todo este rollo me envuelve en un estado anímico que me sumerge en la paranoia, y es que incluso a veces es un momento tan intenso que no sé cómo juzgar al azar por haberme traído a la Tierra, justo a un país llamado Colombia y a una carrera como Comunicación Social y Periodismo.

Esto no es una apología a la crítica exhaustiva de Fernando Vallejo o cualquier odioso que vive ofuscado por la realidad que le toca. Al contrario, el buen periodismo –en cierta parte- a saciado mi sed de ignorancia, pero es que cómo no ser pesimista cuando a diario sobrevives en una patria chica donde la rumba, la televisión y la Iglesia “subsana” todo intento de pensamiento crítico.  Sumado a un entorno corto abrumado de muñecas de porcelana que no les entra ni un grano de maíz a su cerebro.

El conocimiento es una ambición arrebatada por el tiempo. De Sócrates y su mayéutica no queda el recuerdo, sino el polvo gris de una hoja en blanco que alguna vez fue papiro. A nadie le importa errar y corregir. Eso se quedó en antaño. La modernidad catalizó toda conspiración por el saber. Atrás quedaron los libros, atrás quedó en el olvido.

La vida se convirtió en un momento de ocio eterno que complace a la humanidad. Una situación que se traduce a una acción servil al sistema y a un desuso de las armas de resistencia, tal como la dialéctica y la retórica. Aunque se tengan las mejores herramientas de defensa, la población prefiere continuar en su statu quo. Una idea que se vende como pan caliente en pleno "esplendor" del siglo XXI, en ese momento justo cuando la tecnología se apodera de nuestras mentes.

Los jóvenes son la primera especie con un hambre de conocimiento extinta, pues han aprendido a saciarse con una felicidad sustentada en el materialismo. Los celulares son su gema y todo aquel que obstaculice ese placer es su enemigo. Ese sesgo ha llevado a que en escenarios como en la academia, el aprendizaje funcione como un segundo plano, siendo inexistente ante el afán de un cartón.

Así, la sociedad moderna se gesta como una comunidad atada a su zona de confort, y por consiguiente sus comportamientos siguen la onda de lo que el mundo ve y escucha. Por tanto, su felicidad y placer se adscribe a copiar unos modelos y formas de vida que lo conviertan en un ser aceptable y aceptado. Aquí el que piensa pierde, como dice el viejo refrán.

Con las nuevas generaciones, la vida se plastificó. La escuela es una burbuja con fines de esparcimiento y la educación es una bolsa que atrapa un mundo, carcomido por la pereza y la ignorancia. Es decir, el sentido de la naturaleza del hombre permanece en la quietud de su presencia y su integración con el conocimiento se queda en el limbo de una evolución interrumpida.