Como
si se tratase de una guerra mundial, la lucha de los gobiernos de América
Latina contra el narcotráfico es un hecho que ha marcado una huella imborrable
en la historia de los países durante los dos últimos siglos, y que ha traído en
su tránsito un caudal de sangre que podría sobrepasar el plano demográfico de
Estados Unidos.
El
mercado de drogas, por su condición de prohibida, es una enfermedad silenciosa
que ha alcanzado límites mayores a los del ébola y cercanos a los de guerras
como las de Vietnam y el Golfo Pérsico. Asimismo, en los últimos diez años su
actividad ha logrado concentrarse en 22 países del mundo, de los cuales el 75
por ciento son del continente americano, según el último Informe Anual Antidrogas
del gobierno de Estados Unidos.
El
efecto dominó en cifras de violencia e inseguridad que ha producido este
negocio son irritantes y desbordantes, alcanzando puntos álgidos en naciones
como Colombia y México, y consigo trayendo cambios para la agenda pública de
varios mandatarios. En el caso del país azteca, a partir del 2006 con mayor
presencia de la Fuerza Pública, luego de la celeridad que promulgó el gobierno
de Felipe Calderón para contraatacar a los principales carteles que circulaban
–circulan- por el territorio.
Como
Colombia en los años 80 y 90, México desde la fecha ha presenciado el horror de
grupos como el Cartel de Sinaloa, el Cartel del Golfo, el Cartel de Juárez, Los
Zetas y la Familia Michoacana, hoy disuelta y convertida en varias comunidades
de autodefensas como es el caso de Los Caballeros Templarios y Los Guerreros
Unidos, que ejercen presión sobre la población civil a través de actividades
delincuenciales. Entre estas el homicidio, el secuestro y la extorsión.
Según
un informe del canal Russia Today (RT
por su sigla), cerca de 85 mil son las víctimas que ha dejado este
enfrentamiento bélico desde la entrada de la programática “Estrategia Nacional
de Seguridad” de Calderón. Sin embargo, la problemática del narcotráfico se
propagó a las oficinas de las ramas del poder público, pues el bolsillo de
políticos y jueces empezó a tambalear ante la insistencia de los carteles de la
droga en su ambición por expandir sus redes de influencia.
Así
pues, el narcotráfico está definido en inseguridad, violencia y corrupción,
conceptos no lejanos a la también ajetreada realidad colombiana, que en sus
años gloriosos de la lucha contra los carteles de Medellín, Cali, La Costa y el
Norte del Valle alcanzó el panorama
oscuro que hoy día se toma las calles de México, en lugares como Michoacán o
Iguala.
Las
de Colombia y México son dos historias de país similares, unidas por un asesino
en común. Lo que en uno corresponde a Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y
los Rodríguez Orejuela, en otro se traduce a Joaquín “El Chapo” Guzmán,
Heriberto Lazcano y los Beltrán Leyva.
Son el uno para el otro, puro amor eterno.
Aunque
Colombia, desde Turbay Ayala hasta la fecha, ha emprendido una lucha constante
contra el mercado de drogas, el problema aún no termina. Los carteles se
desintegraron, pero aún sobreviven restos de esta plaga, muchas con el status
de banda criminal. Sin embargo, su acción delincuencial no sobrepasa la
situación de seguridad pública que vive hoy, en contraste, México.
En
la actualidad, el país azteca intensifica sus ataques al narcotráfico y a los
principales carteles que incentivan este negocio. No obstante, esta lucha le ha
jugado doble al país, pues aunque las Fuerzas Armadas han logrado darle de baja
a varias cabezas de las organizaciones criminales, el nacimiento de nuevos
movimientos y líderes delincuenciales no se hace esperar. La violencia sigue
siendo rentable.
El
virus del narcotráfico se propaga y el pueblo víctima se resiste a aceptarlo. En
Colombia o en México hay muerte, hay balas, hay crimen. Las heridas están
abiertas y aunque hayan pasado los años la sangre no para de derramarse.