jueves, 6 de noviembre de 2014

Lógica de la vida moderna


JOHANNY RODRÍGUEZ

Odio la ignorancia. Es tan atrevida que creo Descartes no se equivocó en decir que el verbo pensar es el punto de nuestra existencia. Todo este rollo me envuelve en un estado anímico que me sumerge en la paranoia, y es que incluso a veces es un momento tan intenso que no sé cómo juzgar al azar por haberme traído a la Tierra, justo a un país llamado Colombia y a una carrera como Comunicación Social y Periodismo.

Esto no es una apología a la crítica exhaustiva de Fernando Vallejo o cualquier odioso que vive ofuscado por la realidad que le toca. Al contrario, el buen periodismo –en cierta parte- a saciado mi sed de ignorancia, pero es que cómo no ser pesimista cuando a diario sobrevives en una patria chica donde la rumba, la televisión y la Iglesia “subsana” todo intento de pensamiento crítico.  Sumado a un entorno corto abrumado de muñecas de porcelana que no les entra ni un grano de maíz a su cerebro.

El conocimiento es una ambición arrebatada por el tiempo. De Sócrates y su mayéutica no queda el recuerdo, sino el polvo gris de una hoja en blanco que alguna vez fue papiro. A nadie le importa errar y corregir. Eso se quedó en antaño. La modernidad catalizó toda conspiración por el saber. Atrás quedaron los libros, atrás quedó en el olvido.

La vida se convirtió en un momento de ocio eterno que complace a la humanidad. Una situación que se traduce a una acción servil al sistema y a un desuso de las armas de resistencia, tal como la dialéctica y la retórica. Aunque se tengan las mejores herramientas de defensa, la población prefiere continuar en su statu quo. Una idea que se vende como pan caliente en pleno "esplendor" del siglo XXI, en ese momento justo cuando la tecnología se apodera de nuestras mentes.

Los jóvenes son la primera especie con un hambre de conocimiento extinta, pues han aprendido a saciarse con una felicidad sustentada en el materialismo. Los celulares son su gema y todo aquel que obstaculice ese placer es su enemigo. Ese sesgo ha llevado a que en escenarios como en la academia, el aprendizaje funcione como un segundo plano, siendo inexistente ante el afán de un cartón.

Así, la sociedad moderna se gesta como una comunidad atada a su zona de confort, y por consiguiente sus comportamientos siguen la onda de lo que el mundo ve y escucha. Por tanto, su felicidad y placer se adscribe a copiar unos modelos y formas de vida que lo conviertan en un ser aceptable y aceptado. Aquí el que piensa pierde, como dice el viejo refrán.

Con las nuevas generaciones, la vida se plastificó. La escuela es una burbuja con fines de esparcimiento y la educación es una bolsa que atrapa un mundo, carcomido por la pereza y la ignorancia. Es decir, el sentido de la naturaleza del hombre permanece en la quietud de su presencia y su integración con el conocimiento se queda en el limbo de una evolución interrumpida.



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